Conseguir caballos buenos fue la puja desde siempre, aunque los tiempos han cambiado. Cuando la Pampeana (de Juancarlitos Harriott), la Yarará (de Horacio Heguy), la Nochecita (de Gastón Dorignac) o la Milonga (de Horacio Araya), grandes polistas de otros tiempos y todos campeones de Palermo, obtenían los premios al mejor ejemplar en el torneo más importante del mundo (el Argentino Abierto, que se está disputando en estas semanas) hace unos 40 años, los polistas de entonces –y los de antes también– tenían que esperar a que esos ejemplares finalizaran su etapa activa para recién poder pensar en sus crías. Nadie sacaba de escena un caballo crack durante una temporada para cumplir con los 11 meses de gestación por la simple razón de que achicaba indirectamente sus posibilidades de éxito.
A fines de los ochenta, se produjo la primera gran revolución: el trasplante embrionario. Una técnica que permite servir a la yegua predilecta con un padrillo top, extraerle el embrión e implantarlo en una madre sustituta, que es la que lleva adelante el embarazo. Así fue posible que los grandes ejemplares diesen crías de jóvenes y no recién a los 15 o 16 años cuando se retiraban, que no resignaran actividad y que, en muchos casos, terminaran compartiendo partidos con sus propias hijas. Para los jugadores y/o criadores, fue una bendición deportiva y económica: más crías, más posibilidades de multiplicar grandes caballos y mayores ventas, de equinos o directamente de embriones, como apuesta de sangre.
Veinticinco años más tarde, el trasplante embrionario sigue su curso; para algunos, al borde de la saturación. Pero no es de lo que se habla hoy, en plena disputa de la Triple Corona, sino de un paso siguiente: la clonación. Una segunda revolución. Que en la Argentina tiene un adelantado: Adolfo Cambiaso (h.), el mejor polista del mundo y 12 veces campeón del Abierto de Palermo.
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